Confirmado: Hay lobos a menos de 100 kilómetros de la madrileña Puerta del Sol y a escasamente 40 kilómetros de Las Ramblas de Barcelona.
Los primeros han reconquistado Madrid avanzando con cautela desde la vecina Segovia, ocupando unos montes de los que fueron extinguidos a golpe de veneno y perdigones. Los catalanes son más viajeros. Exterminados hace un siglo, proceden de poblaciones italianas que en apenas dos décadas han logrado cruzar Francia hasta asentarse finalmente en Cataluña.
Ambas noticias deberían ser recibidas con alegría, por cuanto suponen la recuperación de una especie emblemática en peligro de extinción, pero están provocando el efecto contrario, preocupación e incluso rechazo. Todos apuestan por proteger al oso panda en China, pero muy pocos por hacerlo con el lobo en España. Hay demasiados, dicen algunos políticos en estas fechas donde el discurso fácil garantiza un buen puñado de votos. Ocultan la opinión de los expertos, las pruebas que demuestran la ampliación de las distribuciones pero no el aumento de su número, estancado en no más de 2.000 ejemplares.
De hecho, se ha constatado una ralentización en la expansión de la especie que se estaba produciendo en los últimos años. Paralelamente existe una creciente preocupación por los daños causados a la ganadería extensiva (insignificantes frente a verdaderos problemas como la subida disparatada de los piensos, la caída de los precios o los intermediarios) y muy poca información respecto a su interés económico más allá de la caza.
Los lobos vienen para quedarse. Pero deben encontrarnos preparados. Mejorando las medidas de indemnización compensatoria a los ganaderos y los seguros, además de fomentando el desarrollo de métodos sostenibles de prevención de ataques. Y promoviendo el ecoturismo lobero, capaz de dar la vuelta a la tortilla del miedo al lobo hasta verlo como un aliado de las maltrechas economías rurales.
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